Por Colin Burgon, ex miembro del Parlamento Británico y presidente honorario del grupo parlamentario Amigos Laboristas de Latino América Progresista.
Cuando Trump se postuló para presidente en 2016, la retórica hostil de su campaña contra los mexicanos fue retomada por la prensa internacional y sus comentarios sobre los inmigrantes mexicanos: “Traen las drogas. Traen el crimen. Son violadores” – mostró al mundo el tipo de líder que Trump quería ser. Desafortunadamente, su agresión hacia los latinoamericanos no se detuvo allí.
Menos conocido, y menos informado, es lo que siguió en 2017: actos hostiles, amenazas y retórica hacia diferentes gobiernos en América Latina, con Nicaragua y Venezuela recibiendo un trato particularmente duro. Sus intervenciones en la región estaban, como siempre, revestidas con el lenguaje de los derechos humanos y la democracia, pero en realidad estaban diseñadas para dañar las economías de los países.
La ley de condicionalidad de la inversión nicaragüense, conocida como la «Ley NICA», tiene como objetivo bloquear los préstamos internacionales del Banco Mundial, el Banco Internacional de Desarrollo y otras instituciones a este país. Nicaragua actualmente recibe alrededor de $ 250 millones cada año en préstamos, que se invierten en educación, programas sociales, electrificación, carreteras y otras iniciativas de infraestructura. Pero la ley NICA podría poner en peligro estos proyectos, dañar los programas de reducción de la pobreza y la economía nicaragüense, lo que ocasionaría dificultades, especialmente para los ciudadanos más vulnerables.
En Venezuela, se han impuesto sanciones económicas cada vez más duras al gobierno con la ridícula excusa de que Venezuela representa una amenaza para la seguridad nacional de Estados Unidos. Las sanciones más recientes y potencialmente dañinas prohíben a las instituciones financieras proporcionar dólares estadounidenses al gobierno venezolano o a la petrolera estatal PDVSA. También establecen restricciones a la filial estadounidense de PDVSA, Citgo, para el envío de dividendos a Venezuela y restringen el comercio de bonos del gobierno venezolano.
Una vez más, las preocupaciones por la democracia y los derechos humanos se ofrecen como justificación para medidas duras que solo pueden resultar en más dificultades para el pueblo venezolano. Las nuevas sanciones exacerbarán la escasez de alimentos, medicinas y otros bienes esenciales, al tiempo que limitan la capacidad del gobierno para resolver los problemas económicos del país.
Pero además de imponer duras sanciones económicas, el gobierno de los Estados Unidos ha endurecido, durante los últimos seis meses, su enfoque para lograr un «cambio de régimen».
En agosto, el presidente Trump dijo que la intervención militar en Venezuela era una opción y luego atacó a Venezuela en su discurso en las Naciones Unidas. En noviembre, la embajadora de Washington ante la ONU, Nikki Haley, declaró: “la crisis en Venezuela hoy representa una amenaza directa a la paz y la seguridad internacionales. Venezuela es un narco estado cada vez más violento que amenaza la región, el hemisferio y el mundo”. Y en febrero, el secretario de Estado Rex Tillerson intervino, sugiriendo en un discurso que el presidente venezolano Nicolás Maduro podría ser removido por un golpe militar.
Las intervenciones agresivas de Trump contra Nicaragua y Venezuela son las últimas de una larga serie de intentos de Estados Unidos para desestabilizar a los gobiernos latinoamericanos. Otros países de América Latina han sufrido ataques similares a la soberanía nacional, que van desde el financiamiento encubierto de grupos de oposición y la manipulación de los medios de comunicación hasta sanciones abiertas a la acción militar. Un claro ejemplo, es el apoyo de Estados Unidos al golpe de estado de 2009 en Honduras, que desde entonces ha sido convertida en la capital mundial de los asesinatos de activistas sociales y ambientales. Estados Unidos intervino recientemente durante las elecciones hondureñas de diciembre, reconociendo al candidato pro estadounidense como presidente a pesar de los serios alegatos de fraude electoral hechos por la oposición, periodistas y observadores extranjeros, así como los llamados a nuevas elecciones de la Organización de Estados Americanos (OEA).
También es vital señalar que las fuerzas de seguridad hondureñas, empleadas para reprimir las protestas contra el escándalo electoral son, en parte, financiadas y entrenadas por Estados Unidos. También se ha revelado recientemente que dichas fuerzas han recibido del gobierno británico software para el espionaje personal.
Las sanciones contra Nicaragua y Venezuela, y las intervenciones para apuntalar al régimen de extrema derecha en Honduras, no tienen nada que ver con la democracia o los derechos humanos. Son parte de una política más amplia de cambio de régimen dirigida contra cualquier gobierno de la región que rechace el dominio de Estados Unidos.
La solidaridad internacional es más importante que nunca. Llegó la hora de pararnos firmes contra Trump y rechazar los ataques a América Latina.
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